viernes, 9 de agosto de 2013

El Evangelio de la Prosperidad



Con el título “La vieja cruz y la nueva”, A.W. Tozer notó proféticamente hace ya algún tiempo:
“Sin anuncio previo, y casi sin ser detectada, una nueva cruz ha llegado en los tiempos modernos a los círculos evangélicos populares. Es como la vieja cruz, pero diferente: las semejanzas son superficiales; las diferencias, fundamentales. De esta nueva cruz ha brotado una nueva filosofía de la vida cristiana... Este nuevo evangelismo emplea el mismo lenguaje que el antiguo, pero su contenido no es el mismo ni el énfasis es el de antes... La nueva cruz... no predica contrastes, sino similitudes. Busca introducirse en el interés del público mostrando que el cristianismo no tiene exigencias desagradables; más bien, que ofrece lo mismo que el mundo, sólo que a un nivel superior. Se demuestra astutamente que, fuere lo que el mundo enloquecido por el pecado esté exigiendo en este momento, es exactamente lo mismo que el Evangelio ofrece, sólo que el producto religioso es mejor...” [Citado por Francis Grim, Heaven and Hell. Kempton Park : HCF Publications, p. 88-89.]

Estas palabras son hoy aún más ciertas que cuando fueron escritas. Muchos líderes cristianos han “descubierto”, y están muy ocupados en propagar, un nuevo evangelio. En el lugar antes reservado a la sana doctrina, se han instalado las experiencias subjetivas, cuanto más espectaculares mejor; en donde antes hallábamos la humillación y la negación de uno mismo, habita ahora el culto a la autoestima; la morada del arrepentimiento y la confesión de los pecados está ahora ocupada por el aconsejamiento psicológico; el sitio central de la gracia providencial y soberana de Dios ha sido usurpado por el de los presuntos derechos del creyente; la casa de la sanidad del alma ha sido invadida por la de las curaciones del cuerpo y, claro, en la mansión de la riqueza espiritual se ha instalado la prosperidad material.

El engaño es sutil, por una parte porque todo lo que tiende a ser reemplazado no se ha suprimido por completo; simplemente ha sido desplazado de su posición central en la vida cristiana; y en segundo lugar, porque los sustitutos no son generalmente cosas malas en sí mismas. Es el énfasis exagerado en ellos lo que desvirtúa y pervierte el Evangelio.

El cristiano opulento

El sensacional descubrimiento de que los cristianos no solamente pueden gozar de bienes materiales, sino que están llamados a ser ricos como parte integral del mensaje bíblico, ha sido popularizado por un conjunto de conocidos evangelistas estadounidenses que forman parte del denominado “Movimiento de Fe”.

La riqueza no solamente es considerada por estos predicadores como una parte integral del Evangelio, un derecho adquirido, sino que es señal inequívoca de prosperidad espiritual. A la inversa, la pobreza material es signo de fracaso espiritual y falta de fe; es hasta pecaminosa porque supuestamente va contra la voluntad expresa de Dios para sus hijos.

Del verdadero origen de esta enseñanza y de sus motivos hablaré luego. Por el momento, examinaré sus presuntas bases escriturales.

1. El pacto con Abraham. Supuestamente, Dios le habría propuesto a Abraham un pacto, que éste aceptó porque lo consideró conveniente. Dicho pacto o convenio incluía la promesa de riquezas materiales. Los cristianos, dicen, como descendientes espirituales de Abraham, heredan los mismos derechos que él.
Si uno examina el llamado pacto de Abraham y sus términos, como puede leerse en Génesis 12:1-3; 15:1-20; 17:1- 18:15, notará de inmediato que:
(1) el pacto y sus condiciones son establecidos unilateralmente por Dios; el hombre no puede rechazar el llamado sin sufrir las consecuencias, ni tampoco modificar sus condiciones; y
(2) que el pacto no habla de la prosperidad material de Abraham, sino de darle una gran descendencia, una tierra en la cual habitar y de tornarlo una bendición para  toda la humanidad (en 15:14 dice Dios que los israelitas saldrían de Egipto “con gran riqueza”; pero se trata de una profecía, y no de una parte esencial del Pacto).

Hebreos 11 contradice de plano la noción de que la prosperidad material de Abraham –que la tuvo- haya sido un aspecto importante del pacto. Aquí se nos dice que por la fe “alcanzaron buen testimonio los antiguos”, y que la esperanza de Abraham estaba puesta en al Jerusalén celestial (v. 10). Todos los héroes de la fe del Antiguo Pacto “murieron sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, creyéndolo y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (v. 13). Lo que ellos realmente esperaban estaba a un nivel infinitamente superior a la riqueza material, y por esta esperanza, enfrentaron con valor todo sufrimiento: “Anduvieron de acá para allá... pobres, angustiados, maltratados” (v. 37). Precisamente la misma clase de esperanza celestial es la que se requiere de los cristianos (1 Pedro 2:11).

2. Jesús era rico, y sus seguidores también. Se argumenta que el Señor tuvo a Judas Iscariote como tesorero (Juan 12:6; 13:29), pagó impuestos (Mateo 17: 24-27), y disponía de medios para alimentar a la multitud que le seguía (Marcos 6:37).
Sobre esto hay que decir que:
(1) No se sabe cuánto había en la bolsa (griego glössokomon) que llevaba Judas. Ciertamente no sería mucho si la llevaban consigo.
(2) El impuesto del templo era una obligación religiosa de todo varón judío (Exodo 30:13-16; 38:26). Su valor era de sólo dos denarios por año, menos del 1 % del salario anual de un obrero; sin embargo, Jesús recurrió a un milagro para pagarlo.
(3) En ninguno de los relatos de la alimentación de los cinco mil se dice que Jesús dispusiese de los doscientos denarios que, según la estimación de los discípulos, se requerían para comprar suficiente pan (del mismo modo en que es muy dudoso que hubiese cerca una panadería con semejante disponibilidad; aunque en Jeremías 37:21 se menciona una “calle de los panaderos” en Jerusalén, normalmente cada familia horneaba su propio pan) [Joachim Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, 2ª Ed. Madrid: Cristiandad, 1980, p. 25.]. Por el contrario, la perplejidad de los Apóstoles se debía con seguridad a la imposibilidad de disponer de semejante suma. Por lo demás, Jesús encargó a los suyos que alimentasen a la multitud para ponerlos a prueba, “porque él sabía lo que iba a hacer” (Juan 6:5-6).

¿Ciento por uno? También se ha desarrollado la teoría de la “semilla de fe”. Según esta noción, si uno quiere recibir algo de Dios, primero debe dar; y cuanto más dé, más recibirá. Desde luego, “darle a Dios” significa en realidad colaborar económicamente con el evangelista de turno. Un texto favorito de estos predicadores es Marcos 10:29-30, que según ellos enseña la “centuplicación” de lo ofrendado: $ 100 por cada peso entregado “a Dios”. Sin embargo, tal interpretación violenta el texto bíblico:
(1) No se habla allí en absoluto de las ofrendas, sino de la renuncia del creyente por amor a Jesús;
(2) se omite que la recompensa viene “con persecuciones”; y
(3) la “centuplicación” de casas y tierras puede parecer atractiva, pero el anuncio de centuplicación de familiares nos impide tomar la promesa literalmente. Como observa Wessel:
“El retorno centuplicado en esta vida (v. 30) debe ser entendido en el contexto de la nueva comunidad a la que ingresa el discípulo de Jesús. Allí encuentra una multiplicación de parentescos a menudo más cercanos y con mayor significación espiritual que los lazos de sangre”
[Walter W. Wessel, Mark. En F.E. Gaebelein (Ed.), The Expositor’s Bible Commentary. Grand Rapids: Zondervan, 1984, 8:717.]

Del mismo modo, las casas y tierras son aquellas de nuestros hermanos, que se abren en cristiana hospitalidad, no nuestra propiedad privada.

4. “Todo lo que pidieren en mi nombre”. La promesa de Jesús de que aquello que los discípulos pidiesen en su nombre les sería concedido (Mateo 7:7-11; Juan 14:12-14; 15:7; 16:23-24) se amplía hasta abarcar todo cuanto una persona podría llegar a desear. Esto incluye, claro está, la prosperidad material. Observamos, empero, que
(1) Una cosa es la provisión de nuestras necesidades y otra muy diferente la satisfacción de nuestros antojos; y
(2) la promesa está indisolublemente ligada a esta condición: “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros” (Juan 15:7).

El origen y las motivaciones del “evangelio de la riqueza”

Las enseñanzas de estos predicadores pueden trazarse sin dificultad a fuentes ajenas a la Biblia, y de hecho opuestas a la Escritura. Se basan en nociones esotéricas, según las cuales las palabras y la fe tienen poder en sí mismas. El poder para obtener lo que deseamos se supone entonces presente en nosotros mismos, y es independiente de la gracia de Dios. Así, ya que se supone que los cristianos tienen derechos adquiridos a los bienes materiales, se inculca que todo lo que necesitamos para acceder efectivamente a ellos es pedirlos con total convicción de que nos serán dados. De modo que si tenemos fe en nuestra propia fe, Dios está obligado, por alguna oscura ley cósmica, a darnos lo que queremos. De esta manera, el hombre pretende manipular a Dios para hacerle un instrumento para la satisfacción, no ya de sus necesidades, sino de sus caprichos. Desde luego, esta enseñanza es por completo opuesta a las Escrituras, según las cuales la más alta dignidad a la que un hombre puede aspirar es la de ser un siervo de Dios (Lucas 17:7-10). Los Apóstoles y sus discípulos estaban sumamente honrados de ser llamados siervos de Jesucristo (Romanos 1:1; 2 Pedro 1:1; Santiago 1:1; Judas 1).

¿Qué hay detrás de esta “teología” de la prosperidad?
En primer lugar, está la “nueva cruz”, fácil, placentera, acomodada al mundo, encaminada a satisfacer los deseos carnales y a obtener, como los políticos, numerosos adherentes (y contribuyentes) sobre la base de falsas promesas. Claro está que, como asimismo ocurre en la política, se corre el riesgo de que los seguidores se pierdan con tanta facilidad como se reclutaron, cuando las promesas no se cumplen.

En segundo lugar, hay un afán indecente y pecaminoso de riqueza y poder por parte de los predicadores de este evangelio diferente. Durante una estancia en Estados Unidos, solía sintonizar una emisora de televisión cristiana. La mayoría de los programas incluían una solicitud de apoyo económico para el sostenimiento del ministerio en cuestión. Sin embargo, mientras que muchos lo hacían con prudencia y discreción, otros eran desaforados hasta el punto de dedicar más de la mitad del tiempo disponible para esquilmar a los televidentes. Es en extremo dudoso que este “evangelio de la prosperidad” haya de veras enriquecido a sus seguidores, pero por cierto que sí ha prosperado materialmente a muchos de sus predicadores. Contra esta clase de “ministros” nos advierte solemnemente la Escritura (Hechos 20:29-31; 2 Timoteo 3:1-5; 2 Pedro 2:1-3; Judas 3-16).

La Biblia y las riquezas

La perspectiva bíblica es ajena a las enseñanzas de estos maestros. Si bien la prosperidad material puede acompañar a las bendiciones espirituales (Gén 13:2; Salmo 112: 1-3; Proverbios 8:18), ya en el Antiguo Testamento se nos advierte del peligro que representan las riquezas: Salmo 39:6; Proverbios 11: 4,28; 22:1-2, etc. En Proverbios leemos: “No te afanes por hacerte rico; sé prudente y desiste. ¿Has de poner tus ojos en las riquezas, que no son nada?” (23: 4-5).

En el libro de Job se enseña, por otra parte, que las enfermedades, la pérdida de familiares y el empobrecimiento no son en absoluto signos seguros de decadencia espiritual o desfavor divino; el Salmo 73 deja bien claro que la prosperidad material no implica para nada riqueza espiritual; más bien lo contrario puede ser cierto.

El Nuevo Testamento es todavía más claro. El Evangelio se dirige de manera especial a los pobres (Lucas 4:18; Mateo 11:4-5). Los ricos tienen dificultades especiales en aceptarlo (Maros 10:23-25; 1 Corintios 1:26). Desde que comenzó su ministerio público, el Señor Jesús vivió voluntariamente en la pobreza (Mateo 8:20; Lucas 8:1-3). Al tiempo que nos mandó pedir por nuestras necesidades (Mateo 6:25-34), enfáticamente desalentó la búsqueda de riqueza material y nos llamó en cambio a hacernos tesoros en el cielo (Mateo 6:19-20; Lucas 12:16-21; 16:13).

Las enseñanzas de los Apóstoles son, desde luego, consistentes con las de Jesús. Pablo vivió en la pobreza (1 Corintios 4:9-13) y, aunque tenía derecho a su sustento, renunció voluntariamente a éste (1 Corintios 9; Hechos 20:33-35). Es evidente que el Apóstol no compartía las ideas del “Movimiento de Fe” sobre la prosperidad material de los ministerios cristianos, ¡y sobre todo la de los ministros! (1 Timoteo 6:9; 2 Timoteo 3:1-5).

Pedro nos exhorta a no vivir conforme a las pasiones (1 Pedro 4:1-6). Santiago nos convoca a honrar y proteger a los pobres, y amonesta severamente a los ricos (Santiago 1:9-10; 2:1-7; 5:1-6). Juan le desea a Gayo salud física y prosperidad material en la medida en que poseía riqueza espiritual, para que hiciese buen uso de sus recursos (3 Juan 2).

Conclusión

El llamado “evangelio de la prosperidad” es una distorsión grave de la enseñanza bíblica, que tiende a crear seguidores que desean llenar su vientre antes que su corazón, y que en muchos casos al resultar desengañados se tornan rebeldes al auténtico Evangelio.
La posición bíblica con respecto a los bienes materiales fue establecida con exactitud en las siguientes palabras inspiradas por el Espíritu Santo, escritas por un santo del Antiguo Pacto:

“Dos cosas te he pedido, no me las niegues antes de que muera: Vanidad y mentira aparta de mí, y no me des pobrezas ni riquezas, sino susténtame con el pan necesario; no sea que, una vez saciado, te niegue y diga: «¿Quién es Jehová?», o que, siendo pobre, robe y blasfeme contra el nombre de mi Dios.”
(Proverbios 30:7-9).



Bibliografía adicional

Crenshaw, Curtis I. Man as God: The Word of Faith Movement. Memphis: Footstool, 1994.
Hanegraaf, Hank. Cristianismo en crisis. Miami: Unilit, 1993.
MacArthur, John F. Charismatic Chaos.
Grand Rapids: Zondervan , 1992.
Saraví, Fernando D. Control mental: Una perspectiva cristiana. Buenos Aires: Certeza, 1994.

Fuente: forocristiano.com


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